El Trastévere, un barrio con encanto al otro lado del Tíber

Plantada en el centro de la Plaza de San Pedro, me dedico a observar una (solo una) de las 284 enormes columnas que la rodean.

 

Es una tarde soleada del mes de octubre, y no puedo evitar quedarme absorta pensando cuánto pesará cada una de estas columnas. Cuánto pesarán todas juntas.

 

Cómo consiguieron colocarlas en una época en la que no existía ni maquinaria ni tecnología. De dónde las trajeron. Y cuántos esclavos hicieron falta para ponerlas en pie…

 

Esa es la magia de la Ciudad Eterna. Sus antiquísimas edificaciones están tan bien preservadas que es imposible no sentir un escalofrío al contemplarlas.

 

Hay tantas construcciones inmensas esperándote en cada esquina que yo personalmente no puedo evitar viajar al pasado, a la Antigua Roma, pensar en la logística que tuvo que ponerse en marcha para erigir cada una de ellas, imaginar cómo fueron los trabajos de construcción en la época, y maravillarme con el hecho de que hayan sobrevivido hasta nuestros días.

A veces me da la impresión de que Roma es un pelín pretenciosa.

Por muy fascinante que sea la capital italiana (que lo es), y por muy impresionantes que sean sus famosísimos monumentos, después de un par de días todo puede empezar a parecer un espectáculo excesivo.

 

Soy consciente de que esto parece quejarse por vicio, pero es que te encuentras gente haciendo cola por doquier, grupos de turistas que abarrotan cada rincón, vendedores ambulantes que consiguen convencerte de que te hace falta ese palo de selfie (hablo por propia experiencia) o ese muñeco cabezón para poner en el coche (no me juzgues, pero en la mochila llevo uno de Mario Balotelli).

 

Hay TANTAS columnas enormes de mármol, tantas iglesias recubiertas de oro, tantas calles y plazas amplísimas, tantos edificios históricos y estatuas imponentes, tantas obras de arte fascinantes… En Roma lo hacen todo a lo grande, y hay ocasiones en que tanta grandeza puede resultar abrumadora.

 

Ver tantas maravillas juntas hace que pierdas la capacidad de admirarlas como merecen. Y, llegados a este punto, estoy oficialmente saturada de tanta grandiosidad.

 

El barrio de Trastévere es la vía de escape que necesito ahora mismo como agua de mayo. Su nombre significa “al otro lado del Tíber” y es la antítesis del exceso y la inmensidad propios de la ciudad.

 

En la Antigua Roma todo ocurría en torno a la orilla derecha del río: allí es donde luchaban los gladiadores, donde se organizaban las carreras de cuadrigas y donde los emperadores pasaban el rato en sus vomitorios.

 

Trastévere era… el otro lado. Un sitio un poco olvidado a su suerte en el margen izquierdo del río, conectado con el resto de la ciudad mediante un único puente de madera y prácticamente ajeno a lo que allí ocurría (demos gracias a los dioses romanos por ello).

Un barrio de postal.

El barrio me enamora desde el primer instante en que pongo el pie en sus preciosas callejuelas. Es un laberinto medieval de calles empedradas que se retuercen y giran, con trattorie, cafés, bares y más bares, salpicadas de cuando en cuando de pintorescas plazas e iglesias.

 

Los edificios son de un relajante tono ocre, terracota o melocotón, con yedras interminables que los recorren y se extienden entre las fachadas a ambos lados de la calle.

 

En cualquier rincón te puedes topar con un coche clásico. Pasear por este barrio después de pasar un día viendo los monumentos más importantes de Roma es como quitarte el sujetador y ponerte el pantalón de chándal al llegar a casa después del trabajo un viernes por la tarde.

 

Por cierto, en el Trastévere, al igual que en prácticamente cualquier zona de Roma, te vas a encontrar bastantes turistas (no se pueden esperar milagros).

 

Aunque aquí verás muchos más italianos en su día a día: mujeres mayores haciendo la compra, ropa tendida en cuerdas entre los pisos, ese tipo de cosas cotidianas y maravillosas.

 

Si quieres alejarte de todo, puedes subir al Janículo, una de las colinas romanas que ofrece unas vistas espléndidas de toda la ciudad. Intenta encontrar los principales monumentos y hacerte una idea de dónde están situados los unos respecto a los otros.

 

Es un lugar perfecto para contemplar la puesta de sol sobre la ciudad antes de volver al Trastévere para disfrutar de una buena cena en una de sus magníficas trattorie.

Vistas desde el Janículo.

En el barrio tampoco faltan las mismas trampas para turistas que se ven en cualquier otra parte de la ciudad.

 

Hay gente vendiendo muñecos cabezones (yo me sigo partiendo de risa cada vez que veo el mío de Mario Balotelli, así que piénsatelo) y todo tipo de objetos innecesarios, y camareros intentando pescar gente por la calle para llenar sus restaurantes. Así que prepara tu cara de póker e ignóralos a todos.

 

O ve directamente a Marco G y pide el plato para compartir, que incluye, entre otras cosas, la ricotta fresca más deliciosa que probarás en tu vida. Después pídete un gelato en Del Viale (a mí me chiflan los de pistacho y nuez, pero cada cual con sus gustos).

Marco G y su ricotta, Del Viale, y San Calisto.

La vida nocturna del barrio también es estupenda.

 

San Calisto (Piazza di S. Calisto) es un bar genial que sirve cervezas a buen precio y tiene un ambiente magnífico, aunque lo más probable es que vayas recorriendo las calles y te metas a tomar una copa en los locales que más te llamen la atención.

 

Es lo mejor que puedes hacer en el Trastévere: pasear por sus calles y disfrutar de su agradable bullicio.

 

Gástate el dinero en algún souvenir absurdo, quédate a admirar las actuaciones de los artistas callejeros en la plaza principal y después busca un sitio donde tomar una copa de vino mientras piensas cómo decorar tu nuevo piso cuando huyas de todo para instalarte en este barrio romano.

 

- Dee Murray